Una mañana cualquiera de mi adolescencia abrí un libro de Octavio Paz y le oí decir que eso del amor era un invento tardío de la poesía cortesana, desconocido por completo fuera de la cultura occidental. A su juicio, el amor vivía en la Literatura y se alimentaba de personajes, en cambio las personas de carne y hueso se resignaban a compartir destinos más o menos penosos, mientras jugaban a Romeos y Julietas. En ese periodo tan febril y dogmático de la existencia, tan caro a las sutilezas y a los matices irónicos, mi sentencia fue inapelable. Octavio Paz era un intelectual decrépito, un cadáver exquisito, un senil roedor de biblioteca, además de un resentido, un solterón cenobita y un misógino gilipollas (probablemente entonces sólo me vino a la cabeza el último insulto). Tras el desahogo, decidí desterrarlo de mi biblioteca. Estaba clarísimo que ese infeliz jamás había dado su primer beso ni había pasado una madrugada en blanco pensando en ella ni había sentido el aleteo de las mariposas de azúcar revoloteando sobre su corazón. Obviamente ignoraba que la vida iba por delante de una Literatura cuya misión consistía en levantar acta notarial de un sentimiento universal y eterno.
Una tarde cualquiera, diez años después, abrí un libro de Kafka y le oí decir algo similar. Por aquel entonces el hombre demoraba su noviazgo con la sacrificada Felice Bauer sin atreverse a confesarle que no la amaba. Tan persuadido estaba de que las servidumbres del matrimonio le impedirían experimentar el sentimiento del amor, que finalmente la dejó. Poco después iniciaba una relación epistolar con otra mujer, Milena, y fue con ella, acaso porque se veía obligado a soñarla si quería verla, con quien descubrió lo que su prometida no supo mostrarle. La proximidad física banalizaba a Felice, en cambio, la distancia transformaba a Milena en diosa. Nos podemos imaginar a los novios, rutinarios, paseando por las calles de Praga después de almorzar, él, taciturno y apático, ella destilando un leve aroma a coliflor, explicándole que le dolían los pies con esos zapatos de aguja, que la verdura le hinchaba la barriga o que el salmón era su color predilecto para las cortinas de su futura alcoba, ¿te parece, cariño? Por fin, en la soledad de su cuarto, el novio se olvidaría de la novia para derramarse sobre la otra en apasionados mensajes de tinta: Ah, Milena, “Escribir cartas significa desnudarse ante los fantasmas, que lo esperan ávidamente. Los besos por escrito no llegan a su destino, se los beben por el camino los fantasmas.” Y luego liberaba su dolor por correspondencia: “No puedes amarme, por más que lo quieras; desdichadamente amas al amor que sientes hacía mí, pero el amor que sientes hacía mí no te ama.” Deslumbrado ante sus razones, comencé a matizar la postura de mi yo adolescente. El amor no era un invento de la Literatura, por supuesto, pero quizá ésta no se limitaba sólo a dar fe de su existencia. Quizá la persona experimentaba un amor tangible y su personaje se refugiaba en otro etéreo; de ese modo uno podía adentrarse en ambos mundos, carne y alma, recogiendo de uno lo que le faltaba del otro. Cerré ese libro, pero no lo desterré de mi biblioteca.
Una noche cualquiera, diez años después, (ya iban veinte) abrí un libro de Marina Tsvietáieva y le oí idéntico argumento. En sus conmovedoras cartas decía que el amor vivía en las palabras y moría en las acciones. La mujer estaba casada, tenía dos hijos, rutina marital, pero su personaje se había resarcido clandestinamente enamorándose de Rilke mediante una profunda y perfecta relación literaria. Por carta apretaba sus manos sin manos, lo besaba sin labios, porque ella no vivía en su boca, pues “cuando se ama a una persona se desea siempre que se vaya para poder soñarla”. A la tercera fue la vencida. Me convenció. Adiós resabios adolescentes. Estaba claro que el amor vivía en la Literatura, sí, y se desarrollaba en sus personajes. Entonces indulté a Octavio Paz y coloqué su libro junto al de Kafka y al de Marina, en mi mesilla de noche para que me iluminaran antes de dormirme.
No obstante, notaba como si se me escapara algo; una teoría demasiado redonda, demasiado sublime, demasiado aséptica. ¿De verdad la Literatura crea el sentimiento? ¿De verdad un verso vale más que una persona? ¿De verdad un beso soñado gana en perfección a uno regalado? Pues no estaba tan claro. Así que, antes de sancionar la tesis, escarbé un poco en sus biografías en busca de luz. Y la encontré, vaya si la encontré. Sorpresa. Resulta que además de escribir, los tres se reservaron un tiempo nada desdeñable para vivir esa vida tan banal que ridiculizaban en sus obras. Octavio Paz, antes de abandonar a su suerte a Helena Garro, despechado por su infidelidad con Adolfo Bioy Casares, perdió la cabeza por ella y reclamó entre lloros ese amor cuya existencia negaba, tan chulo, en sus versos. Entre carta y carta Kafka se desvivió y sufrió no por culpa de un sueño, sino por culpa de Felice, Yuly y Dora, las mujeres de pies encallecidos y barrigas hinchadas a las que recurría en sus momentos de angustia. El desgarro definitivo que condujo a Marina al suicidio no lo provocó su amor literario a Rilke, sino la condena a muerte de su marido y el encarcelamiento de su hija durante las purgas de Stalin. Y comprendí, que más allá de la Literatura, es la vida la que nos convierte en persona. El poeta, como decía Pessoa, sólo es un fingidor de penas y alegrías, un empleado a sueldo que trabaja a ratos puliendo y engastando palabras. Y cuando guarda el papel, sale a la calle y se pone a sentir con el peso de todas sus vísceras.
Hoy respeto a esos tres grandes escritores. Su Literatura está a la izquierda de mi cama. Me gusta hojearla, pero no cambio a ninguno por la mujer de carne y hueso que duerme a mi lado derecho. Ellos tampoco lo hubieran hecho, creo.
Chapeau. A pesar de la rutina de los días y la extenuosa grandeza de los versos, yo tampoco cambiaría a la persona que duerme a mi lado por las sublimes palabras de los libros...
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