sábado, 26 de diciembre de 2009

Curso práctico de amor en veintidós minutos

Si se propone usted seducir a una desconocida, en su casa y en el plazo de veintidós minutos, siga las siguientes instrucciones.
1. A las nueve de la mañana llame a su puerta y proceda a presentarse: Buenos días, señora, soy el técnico de mantenimiento de la red estatal del suministro del gas (por ejemplo), inspección rutinaria, si es tan amable. Bastan cinco segundos para calibrar sus posibilidades de éxito. Ante una mueca de contrariedad, no desespere. Es comprensible. Como usted ya sabrá de memoria el formulario previo, aproveche ese instante para estudiarla. Si lo observa como al inspector tocapelotas y le solicita la tarjeta identificativa, no malgaste ni tiempo ni saliva y pruebe en el bloque de al lado. Si le descubre un levísimo rictus de bienvenida y nota que repara en el movimiento de sus labios o en el dibujo de la corbata, puede continuar.
2. Una vez en la cocina, inicie una conversación insustancial, una disculpa, siento haberla despertado o un cumplido sobre su buen gusto (y el de su marido, claro está) en la elección del alicatado. ¿De verdad?, pues pensábamos cambiarlo. Oh, no, no lo hagan (pronuncie esa orden con pizpireta elegancia, la ironía jovial les chifla), es precioso. La señora se situará detrás de usted, evite girarse; mejor imagínesela; bata de seda, cabello graciosamente descolocado y brazos cruzados sobre el pecho (suelto).
3. Prosiga con una conversación tanteadora. En ningún caso se queje ni hable del tiempo o del Gobierno, porque esas banalidades ya las dice su marido y de inmediato le relacionaría con él. Recuerde que ahora usted es un potencial amante, y a los amantes no les está permitido aburrir. Ya han pasado siete minutos.
4. Personalice la conversación en función de su carácter. Si la encuentra pedante, lúzcase con una plática contestataria, algo así como que el trabajo mecanizado nos aliena y mina nuestra personalidad, y selle después la frase con una golosina metafísica del tipo ojalá dispusiéramos de tiempo para... (silencio y expresión soñadora), para despertar al pintor o al poeta que cada uno lleva dentro (proceda a tocarse luego el corazón con el lápiz). Si ella entra en el juego ya puede considerarla profanable. Si, por el contrario, la dama es más sagaz, usted depurará su réplica de los aspectos teatrales y optará por un comentario sobrio, algo así como: no lo crea, siempre se encuentra algo agradable en cada oficio, descubre gente interesante… Proseguirá después anotando sobre las rodillas las conclusiones de la inspección, hasta que ella se apiade y le invite a sentarse. Diez minutos.
5. Ocupe la silla ofertada. En invierno usted se frotará los dedos y exclamará que hace frío, en verano se abanicará (guardándose de dejar la muñeca laxa, porque a ellas las concesiones a la feminidad de un potencial amante las inhibe) y dirá que hace calor con voz recia (se recomienda ensayo previo ante el espejo). Ella le ofrecerá café. Rechace la invitación alegando razones inconsistentes. No, ninguna molestia, si está hecho, con calentarlo un poquito vale. Acepte y prepárese a gozar, porque si las señoras supieran la morbosa carga de intenciones extraconyugales que encierra una retahíla de diminutivos lanzada sobre un extraño, serían mucho más precavidas en el empleo de su lenguaje.
6. Disimule la euforia. Ella le acompañará con otro. En la mesa habrá dos sillas. Bajo ningún concepto se sentará en la del marido. La reconocerá porque, como ocurre en su propia casa, él ocupa la más alejada de los electrodomésticos. Hágale creer que admira su rostro desmaquillado y vaya imaginando bajo su bata un cuerpo de dunas blancas. Por la tarde la señora pondrá la corriente al señor. Pese a no haber ocurrido nada censurable, silenciará, por ejemplo, que le agradó la charla, que es usted un caballero interesante o que su labio superior tiene un punto voluptuoso casi irresistible.
7. La víctima contemplará su nuca mientras le sirve el café. Sólo, gracias, sin azúcar. ¿Un cigarrillo? Acéptelo. Tenga en cuenta que su marido lleva tomados un millón de cafés con leche. Desde hace tiempo su relación se reduce a un apacible sucesión de escenas rutinarias Ah, su pequeño gruñón, tan previsible y necesario. En el fondo, usted se limita a explotar la novedad de su presencia. No se sobrevalore. La única ventaja del amante sobre el marido radica en la interinidad del encuentro. De volver al lugar de delito, su café solo y su forma de encender el cigarrillo perderían el misterio. Así es la vida. Todo lo que uno puede ofrecer distinto de los demás cabe en un cuarto de hora. Por eso, no hay mejor amor que el que nace y expira en la larga travesía de una mañana entre fluorescentes y aparadores con restos de cena. Quince minutos.
8. Muéstrele su admiración, la necesita. La señora no suele desayunar en bata. Tiempo ha que su cuerpo superó la barrera del pudor. Ahora, a salvo de los arrebatos maritales, se siente carne destapada. Tápate, mujer, la amonesta su hombre, mientras moja los churros en calzoncillos. Por eso, ante usted, el hecho de sentirse observada la anima a desempolvar las coquetas armas de la mocedad. Ya está casi receptiva. Y sólo llevan dieciocho minutos juntos. Ella cruzará las piernas de nuevo y procurará que la abertura de la bata se detenga en la rodilla. Pobrecita. A medida que adquiera conciencia de su cuerpo fumará, entornando los ojos un poco más de lo necesario, como cuando era joven y su marido enloquecía viéndola expulsar el humo. La pobre se sentirá valorada, sólo por eso le juzga a usted más interesante. Ni por asomo considerará la viabilidad de un escarceo, no obstante, entre frase y frase, jugará a recrearse, pues ella le supone buen conversador, un espíritu romántico, en tanto que su marido (al que no cambiaría ni por diez como usted) es sólo un peluche brutote. Veinte minutos.
9. Invádala. La señora no tiene amante ni lo tendrá nunca, pero le encandila pensarse mujer ante otros ojos. ¿Otro cafetito? Muchas gracias. Un poco más, por favor. Soy una adicta al café, ¿sabe? Le ayuda a una a despertarse. Usted apostillará: lo entiendo, la faena en casa es ingrata. Ah, si yo le contara, y de inmediato le cuenta. Paciencia. La víctima ingenua se quejará estúpidamente; en cambio la verdadera víctima dejará entrever que su desidia obedece a causas de mayor enjundia; una se siente encerrada, incapaz de distinguir un día de otro, percibiendo el paso del tiempo por el número de arrugas... Llegado ese momento, asienta, pero distánciese. Sus manos estarán muy juntas, si usted se las rozara se las dejaría apresar como pajarillos heridos. Proceda a describirle los ojos. Si los tiene grandes aluda a la profundidad marina de su iris, si son pequeños ensalce la vivacidad de las pupilas. Al oírlo deseará abrazarlo, pero usted quieto. Evite la consumación a cualquier precio y piense que, una vez doblegada su resistencia, la labor concluye, porque la ejecución del deseo es un mero trámite del todo inferior al proceso de conquista. Vamos, ya han transcurrido los veintidós minutos. Toda una vida juntos, es hora de marcharse al 1º C y comenzar de nuevo.
10 Autocontrol. Si por la tarde, al regresar usted a su casa, su mujer le dice que le quiere, créaselo, aunque le confiese acto seguido que un individuo que bebía café solo estuvo por la mañana allí hurgando en los bajos de su instalación eléctrica.

jueves, 24 de diciembre de 2009

la literatura o la vida




Una mañana cualquiera de mi adolescencia abrí un libro de Octavio Paz y le oí decir que eso del amor era un invento tardío de la poesía cortesana, desconocido por completo fuera de la cultura occidental. A su juicio, el amor vivía en la Literatura y se alimentaba de personajes, en cambio las personas de carne y hueso se resignaban a compartir destinos más o menos penosos, mientras jugaban a Romeos y Julietas. En ese periodo tan febril y dogmático de la existencia, tan caro a las sutilezas y a los matices irónicos, mi sentencia fue inapelable. Octavio Paz era un intelectual decrépito, un cadáver exquisito, un senil roedor de biblioteca, además de un resentido, un solterón cenobita y un misógino gilipollas (probablemente entonces sólo me vino a la cabeza el último insulto). Tras el desahogo, decidí desterrarlo de mi biblioteca. Estaba clarísimo que ese infeliz jamás había dado su primer beso ni había pasado una madrugada en blanco pensando en ella ni había sentido el aleteo de las mariposas de azúcar revoloteando sobre su corazón. Obviamente ignoraba que la vida iba por delante de una Literatura cuya misión consistía en levantar acta notarial de un sentimiento universal y eterno.
Una tarde cualquiera, diez años después, abrí un libro de Kafka y le oí decir algo similar. Por aquel entonces el hombre demoraba su noviazgo con la sacrificada Felice Bauer sin atreverse a confesarle que no la amaba. Tan persuadido estaba de que las servidumbres del matrimonio le impedirían experimentar el sentimiento del amor, que finalmente la dejó. Poco después iniciaba una relación epistolar con otra mujer, Milena, y fue con ella, acaso porque se veía obligado a soñarla si quería verla, con quien descubrió lo que su prometida no supo mostrarle. La proximidad física banalizaba a Felice, en cambio, la distancia transformaba a Milena en diosa. Nos podemos imaginar a los novios, rutinarios, paseando por las calles de Praga después de almorzar, él, taciturno y apático, ella destilando un leve aroma a coliflor, explicándole que le dolían los pies con esos zapatos de aguja, que la verdura le hinchaba la barriga o que el salmón era su color predilecto para las cortinas de su futura alcoba, ¿te parece, cariño? Por fin, en la soledad de su cuarto, el novio se olvidaría de la novia para derramarse sobre la otra en apasionados mensajes de tinta: Ah, Milena, “Escribir cartas significa desnudarse ante los fantasmas, que lo esperan ávidamente. Los besos por escrito no llegan a su destino, se los beben por el camino los fantasmas.” Y luego liberaba su dolor por correspondencia: “No puedes amarme, por más que lo quieras; desdichadamente amas al amor que sientes hacía mí, pero el amor que sientes hacía mí no te ama.” Deslumbrado ante sus razones, comencé a matizar la postura de mi yo adolescente. El amor no era un invento de la Literatura, por supuesto, pero quizá ésta no se limitaba sólo a dar fe de su existencia. Quizá la persona experimentaba un amor tangible y su personaje se refugiaba en otro etéreo; de ese modo uno podía adentrarse en ambos mundos, carne y alma, recogiendo de uno lo que le faltaba del otro. Cerré ese libro, pero no lo desterré de mi biblioteca.
Una noche cualquiera, diez años después, (ya iban veinte) abrí un libro de Marina Tsvietáieva y le oí idéntico argumento. En sus conmovedoras cartas decía que el amor vivía en las palabras y moría en las acciones. La mujer estaba casada, tenía dos hijos, rutina marital, pero su personaje se había resarcido clandestinamente enamorándose de Rilke mediante una profunda y perfecta relación literaria. Por carta apretaba sus manos sin manos, lo besaba sin labios, porque ella no vivía en su boca, pues “cuando se ama a una persona se desea siempre que se vaya para poder soñarla”. A la tercera fue la vencida. Me convenció. Adiós resabios adolescentes. Estaba claro que el amor vivía en la Literatura, sí, y se desarrollaba en sus personajes. Entonces indulté a Octavio Paz y coloqué su libro junto al de Kafka y al de Marina, en mi mesilla de noche para que me iluminaran antes de dormirme.
No obstante, notaba como si se me escapara algo; una teoría demasiado redonda, demasiado sublime, demasiado aséptica. ¿De verdad la Literatura crea el sentimiento? ¿De verdad un verso vale más que una persona? ¿De verdad un beso soñado gana en perfección a uno regalado? Pues no estaba tan claro. Así que, antes de sancionar la tesis, escarbé un poco en sus biografías en busca de luz. Y la encontré, vaya si la encontré. Sorpresa. Resulta que además de escribir, los tres se reservaron un tiempo nada desdeñable para vivir esa vida tan banal que ridiculizaban en sus obras. Octavio Paz, antes de abandonar a su suerte a Helena Garro, despechado por su infidelidad con Adolfo Bioy Casares, perdió la cabeza por ella y reclamó entre lloros ese amor cuya existencia negaba, tan chulo, en sus versos. Entre carta y carta Kafka se desvivió y sufrió no por culpa de un sueño, sino por culpa de Felice, Yuly y Dora, las mujeres de pies encallecidos y barrigas hinchadas a las que recurría en sus momentos de angustia. El desgarro definitivo que condujo a Marina al suicidio no lo provocó su amor literario a Rilke, sino la condena a muerte de su marido y el encarcelamiento de su hija durante las purgas de Stalin. Y comprendí, que más allá de la Literatura, es la vida la que nos convierte en persona. El poeta, como decía Pessoa, sólo es un fingidor de penas y alegrías, un empleado a sueldo que trabaja a ratos puliendo y engastando palabras. Y cuando guarda el papel, sale a la calle y se pone a sentir con el peso de todas sus vísceras.
Hoy respeto a esos tres grandes escritores. Su Literatura está a la izquierda de mi cama. Me gusta hojearla, pero no cambio a ninguno por la mujer de carne y hueso que duerme a mi lado derecho. Ellos tampoco lo hubieran hecho, creo.